Antes del inicio de la vida, antes incluso de que el cosmos tomara forma, existía la Luz. Libre de las restricciones del tiempo y el espacio, la Luz se extendía por toda la existencia con la forma de un infinito océano prismático. Grandes torrentes de energía viviente se desbordaban por sus profundidades refractarias con movimientos que conjuraban sinfonías de felicidad y esperanza.
Mas el océano de Luz era dinámico y siempre cambiante: al expandirse, algunas de sus energías se desvanecían o se apagaban, dejando tras de sí reductos de fría nada. De la ausencia de la Luz se gestó un nuevo poder a la existencia: el Vacío, el cual pronto creció y expandió su influencia, enfrentándose a las ondulantes oleadas de la Luz. La creciente tensión entre estas dos energías opuestas pero por siempre unidas terminó por desgarrar el propio tejido de la realidad, dando nacimiento al universo que hoy conocemos.
El cataclísmico nacimiento del cosmos diseminó fragmentos de Luz por toda la realidad. Fue así como en la miríada de mundos donde estos alcanzaron la materia fue imbuida con la chispa de la vida, creando seres de una maravillosa y terrible diversidad. Sus energías se encuentran en todo ser vivo, en todo corazón y alma así como en todas partes pues es une toda consciencia entre si. Los enigmáticos y benevolentes Naaru son sus mayores heraldos: formados a partir de estas energías sagradas han prometido traer paz y esperanza a todas las civilizaciones mortales en pos de contener las oscuras fuerzas que tratan de destruir la creación.
Pero el destino del universo no pertenece por completo a la Luz del mismo modo que no representa el bien incuestionable. Quienes se ven como sus emisarios pueden quedar ciegos al seguir su brillante estela tomando su camino como único verdadero… sentenciando los demás por falsos.